RELATO BREVE MÉXICO: Camino de Praga

Bernardo Leonel Segura Santibáñez

 

10° finalista del concurso literario Piensa en algo bonito, sueña con Chequia, convocado en México por la revista cultural La Tempestad y la Oficina de Turismo de la República Checa. 

 

Por: Colaborador invitado

Publicado: Junio 03, 2020

CAMINO DE PRAGA

Bernardo Leonel Segura Santibáñez

El corazón amenaza con salirse de tu pecho y las horas parecen eternas mientras vuelas sobre el Atlántico, tu emoción no puede ser mayor, ¡vas a conocer Praga!, la ciudad mágica de Ripellino, la que acaricia el Moldava, la que Kafka recorrió en tantas noches de insomnio. Vienen a tu mente, los nombres de escritores que con sus palabras te han enamorado de esa ciudad aún sin conocerla, Hrabal, Seifert, Hašek, Klima y Neruda se agolpan en tu memoria. Repasarás las calles donde el Golem, esa extraordinaria criatura cobró vida; andarás los caminos de la otrora Praga imperial, donde Rodolfo II, rodeado de una corte de astrónomos, astrólogos, artesanos, nigromantes, alquimistas y un sinfín de artilugios diversos, miraba melancólicamente el cielo, alejado del ejercicio mundano del poder.

Eres músico, tocas el clarinete desde hace muchos años y en este momento te sorprendes de una coincidencia en la que no habías reparado, el instrumento con el que iniciaste tus estudios se construyó en la antigua Checoslovaquia, un Amati, con el que ensayaste tus primeras escalas musicales y que hace más de tres décadas hizo el camino inverso al que realizas ahora hasta llegar a tus manos. Después, con el paso del tiempo sabrías que el más bello concierto para clarinete fue escrito por Mozart y se estrenó una tarde nublada de domingo, el 16 de octubre de 1791 en el Teatro de los Estamentos de Praga (el mismo escenario donde cuatro años antes Mozart triunfó con Don Giovanni). Tienes la impresión de que todos estos guiños del azar se han confabulado para hacer realidad este viaje.

El minutero no avanza y te desborda el deseo de aspirar ya el aroma de las lilas en flor. Hace algunos meses, hojeando un libro de fotografía, quedaste pasmado ante la obra de Sudek y fueron las imágenes en que este eternizó el Puente de Carlos, las que más te conmovieron; captadas en un anochecer brumoso, las esculturas que franquean el paso parecen mudos espectros en el tiempo. Se te antoja caminar una y otra vez sobre este monumento, admirando desde ahí las torres de San Vito en el Castillo y escuchando el manso fluir del Moldava, al que Smetana, ya inmerso en su sordera, dedicó una melancólica partitura, donde los enlaces melódicos de las flautas con los clarinetes van conformando una especie de filigrana sonora, sumergiéndonos poco a poco en ese caudal.

Por la tarde, al caer el sol, te encantaría degustar un postre en el café Slavia, según has leído un sitio emblemático y con tradición literaria, donde se han dado cita numerosos creadores; recuerdas que Seifert, por ejemplo, escribió una hermosa colección titulada Poemas del Slavia. Este mismo autor, en la primera parte de sus memorias (de sugerente título, Toda la belleza del mundo), nos relata sus tardes en este café poblado de actores, por ubicarse frente al Teatro Nacional. Desde su privilegiado mirador, repleto de humo, veía desfilar en el paseo junto al río a distintos personajes, entre ellos, vestidos como dos llamativos “robots” a los hermanos Čapek: Karel y Josef, maestros de las letras y de la pintura checas.

Continúas volando junto con tu imaginación y te viene a la mente lo que Walter Benjamin decía, lo común es desorientarse en una ciudad desconocida, pero el verdadero privilegio consiste en poder extraviarse y perderse en ella. A ti te encantaría esto último, recorrer infatigablemente plazas y callejuelas doradas visitando museos y galerías a tu paso, descubriendo esculturas, monumentos y jardines, perdiéndote en el tiempo, pero eso si, asistir puntualmente a la pasarela del Reloj Astronómico en el Ayuntamiento.

Deseas probar también la cerveza checa, brindar con el buen soldado Švejk y quién sabe, a lo mejor entre tanto bullicio, escuchar alguna melodía eslava de Dvořák o Janáček, mezclada con el sonido de esa lengua que parece no tener vocales y entonces…, solo entonces, quizá descubras que viajas con Una soledad demasiada ruidosa.

 

Chequia se disfruta con todos los sentidos, que nos acercan al arte.

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